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CUÉNTAME VII: ¡Y luego dicen que un café es caro!

Septiembre de 2025

Debía tener yo unos 12 años cuando, en el "Bar Bahía" que había justo debajo de mi casa en Calahorra, Calle del Teatro 1, para más señas (premonitorio a más no poder), llamó mi atención una pequeña pila de tarjetitas que había en la barra del establecimiento.

Se preguntarán Vds. qué hacía yo a esa edad en aquel bar. No lo sé, la verdad, pero debía estar con mi abuelo. Y ni siquiera recuerdo si estaba tomando algún refresco o cosa por el estilo. Compréndanlo: hace 62 años de eso. Pero sí me acuerdo, y muy bien, de lo que decía la tarjetita.

Se trataba de una iniciativa para defender el precio del café que se servía en los bares y cafeterías ante una subida reciente que debía haber causado alguna conmoción entre el elemento popular de la ciudad. Esta tarjetita había sido escrita por alguna asociación del gremio, desconozco si local, provincial o nacional. El caso es que me impactó poderosamente porque de manera muy compacta describía todos los gastos que el propietario del bar debía asumir para poder servir un café y, también, el paquete de servicios que se llevaba el cliente.

Fui así consciente a tan temprana edad de que el local había que pagarlo todos los meses, había que amortizar la máquina de hacer el café, y el molinillo de molerlo. La luz y el agua tampoco eran gratis. La limpieza del establecimiento, que tenía bastante giro diario, amortizar el mobiliario y la cubertería, o la vajilla y vasos para el agua que acompañaban al café, hacer inversiones y gastos extraordinarios de vez en cuando, pagar a empleados y otros colaboradores.

Había que pagar, sobre todo, el café en grano, y su azúcar, objeto del deseo de una parroquia muy cafetera santamente indignada por el aumento del precio de su infusión cotidiana, que por lo general se consumía varias veces al día siendo la ingesta de la hora nona el sacrosanto "completo" español compuesto de café, copa y puro (una faria, por más señas, y al andamio unas horitas después).

Pero el redactor del manifiesto no se paraba ahí. Recordaba al indignado lector de la tarjetita que mientras degustaba el café, lo hacía cómodamente sentado en una silla o en un taburete alto, guareciéndose de la lluvia si es que caía aquella en el exterior, o del frío en invierno, departiendo de fútbol, toros o asuntos locales y de la peña con otros cafeteros ocasionales, incluso de política, si había confianza, que no estaban los tiempos para la lírica. O, quien sabe, quizá refugiándose de una tormenta laboral o doméstica.

No recuerdo cuánto valía el café que servían en El Bahía, pero eran unas pesetas, quizá 5 pesetas un solo. El cine en sesión continua entonces costaba 2 pesetas, la entrada de gallinero, que la butaca de patio costaba el doble. De esto sí me acuerdo, salía de mi bolsillo.

Pues bien, todo lo anterior te lo daban con un café por unas pesetas. Ni qué decir tiene que eso era en una pequeña ciudad de provincias, ya que en las capitales de mayor fuste era sensiblemente más caro, como la vida en general. Y, además, los precios cambiaban salvajemente de año en año como consecuencia del auge que estaban viviendo la economía y la sociedad españolas en el arranque del "desarrollismo" de los años sesenta.

Lo que me sigue llamando la atención hoy de este recuerdo tan vívido que tengo de mi infancia, de una innegable enjundia económica, es la elegancia comunicativa de aquel mensaje gremial.

Como en la actualidad, aquellos negocios estaban llevados por trabajadores autónomos que difícilmente llegaban a fin de mes, no tenían vacaciones ni podían permitirse caer enfermos. Sus horarios de servicios eran interminables y apenas podían permitirse tener empleados fijos o a tiempo completo. La familia era parte de la plantilla ineludiblemente.

Claro, además de pagar por todo el paquete de servicios que acompañaba al café y de poder pagar al proveedor del producto y demás suministros, el dueño del bar debía pagar impuestos, tasas y contribuciones, y poder seguir viviendo todos los días del año.

La tarjetita explicativa era, pues, incuestionable. Ya me gustaría a mí ver hoy en día explicaciones por parte de los sindicatos o patronales acerca del descomunal trabajo que realizan la miríada de negocios y establecimientos al servicio de los ciudadanos, que estos también son trabajadores, modestos empresarios, amas o amos de casa o jubilados. Ya me gustaría ver la gentileza y vocación de servicio que destilaba aquella comunicación corporativa en defensa de los intereses de sus representados en vez de la avaricia y el afán extractivo, rebozados en el desprecio al usuario, de las corporaciones actuales.

Sí, era una época de plena transición desde el hambre, las clases obreras y menesterosas y el colapso económico a una sociedad de clases medias, mayor giro económico y apertura comercial en la que todo fluía más rápido, dentro de un orden, claro.

Ello tiene consecuencias graves, entre otras la confusión frente a las prácticas monopolistas, que son más habituales de lo que se cree, desde las grandes corporaciones hasta los servicios de barrio. También afecta a una cabal comprensión de lo que cuestan las pensiones, la sanidad o la educación. O sobre cómo se ganan la vida los trabajadores autónomos o pequeños empresarios. ¡Y luego dicen que un café es caro!

José Antonio Herce es socio de LoRIS