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CUÉNTAME VI: Háganse informáticos

Julio de 2025

Aunque nunca lo he exhibido, soy un hoy orgulloso "programador de aplicaciones" del Instituto de Informática de Madrid (IIM). Del curso 1970-1971, por más señas. También tengo a medias cursado el de "programador de sistemas", aunque lo colgué a la mitad al poco de iniciarlo en 1972-1973, a mayor gloria de la revolución.

A ver, entre 1970 y 1975 me saqué también una licenciatura en económicas que me puso el nivel crítico por las nubes y acabó llevándose el grueso de mi esfuerzo estudiantil, por aquello de "la ciencia social por excelencia". La informática, sí, interesantísima, de futuro, como se ha visto en los cincuenta años posteriores, la bomba. Y combinada con empresariales (no Económicas, ojo, Empresariales), la rebomba. E pur... ¡a Económicas! A correr delante de los grises en Somosaguas.

Allá por 1968, creo recordar, un sacerdote de Calahorra nos llevó a mi hermano gemelo y a mí a visitar una fábrica de calzados en Arnedo, de unos amigos suyos -empresarios-, en la que estos habían instalado un ordenador. Pues ya habíamos hablado con aquel de nuestro interés por estudiar informática. Esgrimíamos entonces, entusiasmados, un paquete de tarjetas perforadas sujetas por un elástico, asegurando que a través de esos agujeros se podía ver el futuro. Las tarjetas nos las había proporcionado un amigo algo mayor del Instituto, que era un verdadero pionero de la cosa.

El ordenador consistía en una ruidosa máquina del tamaño de dos cómodas altas pegadas por la parte de atrás que, al abrirle una tapa metálica situada en la parte de arriba, dejaba ver docenas de válvulas. Sí, válvulas; ni siquiera transistores. Que despedían luz y calor. El "ordenador" debía cumplir unas limitadísimas funciones contables o de almacén, no sé. Algo decepcionante, la verdad. Pero que no menoscabó nuestro entusiasmo por al futuro.

En el Instituto de Informática de Madrid, sin embargo, lo primero que te enseñaban una vez empezado el curso, era un gigantesco ordenador UNIVAC de por lo menos 150 metros cúbicos, que requería una atmósfera refrigerada permanentemente. Estaba laminado de chapa opaca por todos los lados y, en su frontal, a la altura del pecho de un adulto, se abría una pantalla verde, un teclado muy escueto y una ranura horizontal para cargar tarjetas perforadas. A pesar de su reducidísimo tamaño, pantalla, teclado y ranura, medio hundidos en la carcasa metálica azul, se nos figuraban el oráculo de Delfos.

Debía de haber en España, entonces, mil veces menos informáticos profesionales dignos de tal nombre que notarios, incluyendo los de Calahorra. Había, eso sí, muy osados y aguerridos practitioners, autodidactas y muy castizos en materia de idiomas, que inevitablemente formaban parte del profesorado del Instituto.

El ambiente allí era de efervescencia. Todos tenían la sensación de que habían hecho la mejor elección formativa del mundo. Y no se equivocaban. El IIM no era una universidad ni sus estudios de ciclo completo (cinco años, y de cada uno se salía con un título habilitante) tenían el rango de estudios universitarios: no salías licenciado, o ingeniero superior. Salías de "técnico de sistemas" si habías hecho los cinco años, o de -como yo salí- "programador de aplicaciones" si tan sólo habías cursado el primer año. Y ya te estaban ofreciendo un buen trabajo.

Yo, como decía al principio, opté por Económicas y por profundizar en la lectura de los clásicos de la economía y estudiar el amplísimo y no menos entretenido Lipsey, y de paso... por Casa Manolo y por arreglar el mundo en el Café Comercial al anochecer o en San Ginés de madrugada.

Y no me arrepiento. Pero fui testigo de la emergencia de una profesión que hoy sí veo como fascinante. No me importaría empezar de nuevo y -aunque entonces era esforzado pues no existían los dobles grados- llevar los dos estudios a la vez. Los desarrollos de la informática no tienen parangón en otras ciencias o técnicas en estos últimos cincuenta y cinco años. Mi iPhone hoy es mucho más potente que aquel UNIVAC de 150 metros cúbicos de 1970, y deja a las "dos cómodas" de válvulas de la fábrica de calzados de Arnedo de 1968 a la distancia que hay entre el Sol y la Tierra.

Finalmente, no perseveré en aquél "doble grado" de hecho de la informática y la economía (general, ojo, no Empresariales). Creo que, simplemente, me harté de profesores castizos como los que había en el IIM, de que las tarjetas perforadas se atascaban constantemente (los perforistas, por un lado, y nosotros por otro, que programábamos en frío, sin otro feeback que el "no pasa" del oráculo, que te largaba un perforista desabrido), y de que todo era muy orientado a la práctica contable y fabril, cuando mis lecturas adolescentes sobre el tema tenían que ver con las visiones divulgativas de John von Neumann (arquitectura computacional y mil cosas más) y Norbert Wiener (padre de la cibernética), en las que ya se vislumbraba muy agudamente el mundo de hoy casi ochenta años antes.

El acceso a aquel monstruoso UNIVAC, además, era imposible: solo para los muy iniciados, y siempre estaba haciendo las nóminas del personal de los centros del Ministerio de Educación y Ciencia (yo creo que no hacía otra cosa). Somosaguas, además, era un campus bastante entretenido. Todos los de primero de general, más progres, habíamos oído hablar ya de profesores como José Luis Sampedro, Julio Segura, Luis Ángel Rojo o Juan Velarde.

Solo un consejo para los que tengan hijos a punto de iniciar sus estudios superiores: que hagan lo que más deseen, pero que se empeñen a fondo, con el alma puesta en ello (todavía existen, Casa Manolo, El Comercial y San Ginés). Y si, al poco ,no les gusta, que lo dejen cuanto antes, sin mirar atrás. Que se hagan informáticos... o lo que quieran.

José Antonio Herce, socio de LoRIS