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Doblegar la inflación, cueste lo que cueste

Noviembre de 2022

Durante los años 2014 a 2019, el riesgo de desanclaje a la baja de las expectativas de inflación derivó en un mix de políticas monetaria y fiscal muy laxo, orientado a impulsar la demanda como vía para insuflar vida a la muy baja inflación y devolverla hacia el objetivo de los bancos centrales. El inicio de la presente década supuso un cambio radical de escenario y de riesgos. Por un lado, se han acumulado los choques de oferta negativos: la COVID trajo destrucción de oferta y cuellos de botella; la guerra en Ucrania aceleró el alza en los precios de materias primas energéticas y metales (ya afectados por la inflación "verde" derivada de la transición energética) además de alimentos, y contribuye a intensificar el lento marchitar de la globalización (el régimen de sanciones económicas derivado de la guerra eleva la necesidad de acortar y regionalizar las cadenas globales de valor). Por el lado de la demanda, el masivo apoyo de la política fiscal y el ahorro acumulado por hogares y empresas durante 2020-21, se une a las medidas fiscales de apoyo y compensación parcial del daño provocado por las consecuencias de la guerra en 2022. A consecuencia de ello, el escenario de riesgo para la inflación experimenta un giro de 180 grados; las expectativas de inflación de inversores y agentes se disparan.

Y asumiendo que sus acciones elevan el riesgo de generar daños colaterales en materia de refinanciación de la muy elevada deuda del sector público, y contribuir a una mayor volatilidad en los mercados financieros, "enganchados" a años de hiperlaxitud monetaria.

La intensidad del tensionamiento monetario necesario, a priori, para devolver la inflación a niveles cercanos a su objetivo, dependerá del grado de apoyo y acierto de las políticas de demanda lideradas por los gobiernos. De esta forma, nos encontramos en una situación en la que la política monetaria retira estímulo (sorber), mientras que la fiscal lo mantiene o incluso acelera (soplar). Una consecuencia de esta dinámica podría ser que el nivel de llegada de los tipos de interés fuera más alto de lo inicialmente esperado, o que los tipos se mantuvieran en niveles restrictivos -por encima de los tipos considerados neutrales a corto plazo- durante más tiempo, ejerciendo más daño sobre la demanda.

El escenario de inflación para 2023 pasa por cuatro variables. En primer lugar, los precios de la energía y resto de materias primas, que se antojan aún muy altos dada la rigidez de la oferta, pero no más elevados a los actuales. En segundo lugar, los efectos de segunda ronda, que hasta el momento son moderados y que, en un entorno de restricción monetaria no debieran ser intensos y amenazar con espirales de precios-salarios. Los cuellos de botella son el tercer factor, y podemos contar con su mejora a pesar de que el régimen de sanciones derivado de la guerra hará difícil su vuelta a la normalidad previa a 2020. El cuarto factor radica en la velocidad de recuperación de la economía China, que salvo sorpresa será moderado. La relevancia de esta variable sobre el precio de las materias primas es fundamental.

Lo más probable es que la inflación modere hacia referencias del 4% hacia el verano del año que viene (en EE.UU. y en el Área euro), pero no hay suficiente visibilidad sobre cuál será el nivel en el que se estabilizará en 2024. El riesgo de que este nivel sea claramente superior al objetivo actual de los bancos centrales existe, y con una probabilidad no despreciable. Si así fuera, volverá el dilema para los bancos centrales, que tendrán que elegir entre aceptar una inflación más elevada pero no peligrosa por no contaminar las expectativas de inflación a medio y largo plazo (un difícil equilibrio), o seguir con la actual estrategia de doblegar la inflación a toda costa hasta que se sitúe en el 2%.

José Manuel Amor es socio director de Afi