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Laponia XVI: la educación del futuro será rural

Septiembre de 2020 Por la agudeza de sus carencias y porque, más que nadie, el mundo rural hubiera necesitado avanzar en la digitalización de la educación, creo que es desde este ámbito territorial del que van a surgir los impulsos y las aspiraciones para la reinvención de la educación.

El futuro de la educación es malo, pero la educación del futuro va a ser muy buena. Por la sencilla razón de que si no la mejoramos no habrá futuro. La educación sirve para difundir el conocimiento que se adquiere cuando los sujetos talentosos destilan la quintaesencia que lo constituye. De la nada, la curiosidad espolea la creación de las grandes ideas que los productores de conocimiento articulan en los entramados científicos y tecnológicos.

Mucho de este conocimiento (y cada vez más) pasa directamente al mercado, pero también mucho hay que moldearlo y hacerlo digerible para pasarlo de generación en generación a través de un sistema educativo. La adquisición de conocimiento es fundamental para alimentar el aparato productivo, de la sociedad, dotar de capacidad para ganarse la vida a millones de trabajadores, permitir la operación de millones de pymes y grandes empresas y, en definitiva, generar la renta que retroalimenta el ciclo inversor.

El conocimiento se adquiere más penosamente que las ayudas benéficas, aunque estas se conviertan en derechos. Y si el sistema educativo falla, o solo está al servicio de unos pocos, el conocimiento lo adquieren solo unos pocos. Pero la educación está fallando, aunque sea obligatoria en los países avanzados y ni tan siquiera está garantizado que quienes se puedan permitir una educación elitista acaben adquiriendo la que se requiere a estas alturas del S. XXI para desempeñar el papel que las (buenas) elites tienen reservado en la reproducción del sistema social.

Esta sensación estaba más que generalizada antes de la Covid-19, cuando muchos analistas señalaban la grave quiebra del principio de igualdad de oportunidades que se estaba produciendo en las sociedades avanzadas, justamente las que, al serlo, no debían caer en esta grave desigualdad.

El confinamiento ha revelado y ampliado la grave divisoria digital entre los alumnos que carecen de posibilidades para la digitalización de la educación antes presencial (dispositivos, y también conectividad) y los que disponen de ellas.

Pero lo más sorprendente, en mi opinión, es la polémica que ha surgido sobre la «presencialidad» en la apertura del nuevo curso escolar. Lo sorprendente no es que haya polémica, porque, desde luego, la planificación parece brillar por su ausencia. Sino que todo el mundo dé por hecho, en todas las bandas de este debate, que la presencialidad es la quintaesencia de la educación. Incluso, de la socialización de los alumnos. Obviamente, «la escuela» (hasta hoy) solo se concibe como un lugar físico en el que docentes y discentes coinciden e interactúan en torno a la adquisición de conocimientos. Se admiten, sí, la formación a distancia o la especialización mediante cursos online. Pero como excepción. Casi nadie piensa que, sin necesidad de que una pandemia la imponga, la educación online puede ser tan educadora y socializadora, si no más que la educación presencial. Mucho me temo que la dificultad para darle la vuelta a las convenciones en este campo no está en la naturaleza de los alumnos, sino en la natural resistencia al cambio de los docentes. He hecho el experimento: he tuiteado a favor de la enseñanza no presencial y contra la presencial. Me ha caído encima de todo, pero muchos me han dado la razón. Mis argumentos podían discutirse, pero mis oponentes solo han sabido argumentar desde la pretendida superioridad en todas direcciones de la «socialización».

Pues no vamos a tener presencialidad pre-Covid por mucho tiempo. A la vez que tenemos una horrenda divisoria digital, tanto por la enormidad de territorios desprovistos de conectividad (ya sé, poco poblados, pero defiéndanlo) como por la enorme población discente desprovista de dispositivos y cultura digital. De forma que lo que tenemos es un verdadero problema y aferrarse a la presencialidad a toda costa puede traer consecuencias muy desagradables. En realidad nos pasa lo mismo que con el turismo y otras actividades: nadie estábamos preparados para convivir con el virus.

Pues bien, les doy ahora la derivada rural. En los territorios escasamente poblados la educación no es fácil, pero hay que decir en honor a la verdad que, en España, aquella es tan buena como en las ciudades. Gracias al enorme esfuerzo de los docentes rurales. Estos territorios afrontan la vuelta a una presencialidad costosísima que deberían haber superado hace mucho tiempo gracias a la digitalización, pero en la que tampoco han avanzado demasiado. Desempeñándose en medio de severos problemas de conectividad, aunque no necesariamente de carencia de dispositivos o cultura digital. Co-nec-ti-vi-dad.

Justamente, por la agudeza de estas carencias y porque más que nadie el mundo rural hubiera necesitado avanzar en la digitalización de la educación, creo que es desde este ámbito territorial del que van a surgir los impulsos y las aspiraciones para la reinvención de la educación. Solo hay que saber escuchar y aprestarse a ayudar. Es otra de las grandes oportunidades que esta terrible coyuntura brinda al mundo rural. La educación del futuro será rural, o no será.

José Antonio Herce es socio de LoRIS