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Pensiones XI: asignatura(s) pendiente(s)

Diciembre de 2018 Los planes individuales han tenido un gran desarrollo de mercado, con 7,5 millones de cuentas de partícipes, aunque son un fracaso financiero ya que los capitales acumulados, unos 74 millardos de euros, representan, después de treinta años, solo el 6,19% del PIB.

Se acaba el año en el que se cumplirán tres décadas de la aprobación del Reglamento de la Ley de Planes y Fondos de Pensiones. Es hora ya de hacer un balance mínimamente honesto del pobre desempeño del sistema previsional complementario en España.

Dicho análisis requiere empezar por el balance cuantitativo. Según datos de la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones (DGSFP), en el segundo trimestre del presente año había en nuestro país 9,5 millones de cuentas de partícipes que acumulaban 109 millardos de euros, lo que equivale al 9,11% del PIB. Esto, en treinta años.

Hay dos categorías básicas en este marco: los planes individuales y los de empleo. Los individuales han tenido un gran desarrollo de mercado, con 7,5 millones de cuentas de partícipes, aunque son un fracaso financiero ya que los capitales acumulados, unos 74 millardos de euros, representan, después de treinta años, ojo, solo el 6,19% del PIB. Los planes de empleo, a los que se han acogido, literalmente, un puñado de empresas y algunas administraciones públicas, son un caso todavía más clamoroso, porque lo que hay es el resultado mayoritario de la externalización de compromisos internos de pensiones en las grandes entidades financieras y los antiguos monopolios estatales, además de la presencia de los planes de funcionarios de la administración central y algunas autonomías y entidades locales, especialmente en el País Vasco. Nada más. Este sistema encuadra a 2 millones de trabajadores partícipes (asalariados de los sectores privado y público, el 8,77% de la población activa) y los capitales acumulados representan el 2,91% del PIB.

En el plano de la organización del mercado, cabe destacar que hay 2.664 planes de pensiones y 51 entidades gestoras de entre las que las cinco primeras detentan una cuota del mercado (por patrimonio) del 64,86%. Las comisiones del sistema de empleo son incluso demasiado bajas, ya que hay mucha competencia, pero las del sistema individual son demasiado altas, por los costes de gestión más elevados y por lo raquítico del tamaño del mercado, que, de una u otra manera, frena la competencia, de forma que un segmento financia al otro.

Por otra parte, lo que, en el plano financiero, muestra más claramente el fracaso de la Previsión Social Complementaria española es que, a tan solo treinta años de su nacimiento, el sistema ya contempla una caída del número de partícipes y del volumen de activos, así como un enorme porcentaje de partícipes que han suspendido sine die sus aportaciones. Ello se traduce desde hace tiempo en el más claro signo de senectud de un esquema previsional: los flujos de salida por pago de prestaciones superan a los flujos de entrada por percepción de aportaciones. Definitivo. Esto se apaga.

Si acaso este balance no resultase deprimente, la guinda que cierra el bucle de tan pobre desempeño es el ridículo debate sobre los mal llamados «incentivos fiscales». Hasta me enfado con mis amigos de la industria de las pensiones, en la que me ubico (por si quedasen dudas), cuando se refieren a ellos nombrándolos de esta manera. No son incentivos, menos aún regalos. Esta operación es una mera figura de diferimiento fiscal.

Universalmente se acepta que la doble imposición es odiosa. Luego, hay que decidir si fiscalizar los planes de pensiones antes o después de la jubilación de sus titulares. Es decir, o bien se eximen las aportaciones (íntegramente) y se sujetan a impuestos las prestaciones (principal y rendimientos del capital) o bien se sujetan a impuestos las aportaciones y se eximen de tributar a las prestaciones en su parte de principal (no de rendimientos del capital). Pero no se pueden fiscalizar a la vez las aportaciones (no deduciéndolas) y luego las prestaciones. Eso es sencillamente confiscatorio. De manera que las actuales deducciones ni son un regalo ni están pensadas para «los ricos». Eso es una bobada, por decirlo suavemente.

Sucede que la abrumadora mayoría de países que practican este diferimiento fiscal han optado por eximir las aportaciones y fiscalizar las prestaciones. Por la sencilla razón de que la potencia de la capitalización, incluyendo los equivalentes deducidos, acaba allegando a las autoridades tributarias más recursos que si no se practicase el diferimiento. Porque la fiscalización de los rendimientos de capital así aumentados compensa el que las bases del impuesto personal sobre la renta son menores en la jubilación que durante la vida activa. Además, no por casualidad, las cotizaciones a la Seguridad Social son íntegramente deducibles, como debe ser. Luego, ¿por qué no habrían de serlo las aportaciones a los planes de pensiones?

En definitiva, creo que hay que admitir que el intento tan importante de 1987/88 no ha funcionado; que no vamos a mejorar si algo no cambia radicalmente y que ya es hora de que empecemos de nuevo recuperando algunos casos que sí han funcionado y, sobre todo, copiando y adaptando muchos otros ejemplos que están funcionando admirablemente bien en naciones más avanzadas que la nuestra. Por eso, quizá, son más avanzadas.

Esta es una mala noticia y una enorme asignatura pendiente para nuestra sociedad del bienestar. Hay que desarrollar una verdadera capa de previsión social complementaria en nuestro país, como ya existe en los más avanzados, porque las tendencias de la longevidad y la financiación de la economía productiva lo requieren. Pero también, no conviene olvidarlo, porque la Seguridad Social necesita hacer reformas para hacer sus propias pensiones sostenibles y la previsión social complementaria va a ser muy necesaria en el futuro inmediato.

José Antonio Herce es Director asociado de Afi